Mucho más que una ayuda
Para Jesús Nicolás Sosa la vida es distinta desde el 13 de agosto, cuando recibió una silla de ruedas de última tecnología. Hasta entonces -por una distrofia muscular que le diagnosticaron cuando era un niño- debió usar aparatos caseros. “PAMI me dio una solución. Me cambió la vida”, resume su felicidad.
Lo que para muchos tal vez sea nada más que un dato, para Jesús Nicolás Sosa es todo. Su vida cambió para bien con una silla de ruedas de última tecnología. “Es mucho más de lo que esperaba. Me devolvió la posibilidad de salir a la calle, de sentir el aire, el sol. De vivir”, dice a Comunidad PAMI.
Jesús tiene 54 años (Frías, Santiago del Estero, 17/2/69) y la tuvo complicada desde siempre. Nació en un barrio pobre de calles de tierras, sus padres se separaron cuando tenía 10 años. Se fue a Tucumán con su mamá. Padecía distrofia muscular de Duchenne, un trastorno hereditario que genera debilidad muscular progresiva y que suele manifestarse en niños varones. Las consecuencias son caídas frecuentes, dificultad para levantarse o correr y trastornos del aprendizaje. No tiene cura, pero con tratamientos se puede mejorar la calidad de vida. Su madre descubrió los primeros síntomas a sus 8 o 9 años.
Los primeros tiempos de tratamientos, dice Jesús, no los olvidará nunca. “Enfrentamos cosas duras. La veía a mi mamá sufrir mientras se iba afuera y los médicos me hacían hacer ejercicios. Iba cada vez peor. Recuerdo que una vez, en el hospital de niños de Tucumán, me dijeron que esperara afuera. Como era inquieto me fui a dar una vuelta y de casualidad la ví a mi mamá llorando. Esa imagen me quedó para siempre”.
Tampoco puede quitarse el dolor al recordar a aquellos profesionales que le decían a su mamá que no pierda ni tiempo ni dinero porque el único destino era la silla de ruedas. “No le daban ni la mínima esperanza”. Pequeño, ya se había convencido de que no tenía sentido ir a los consultorios. Y también pequeño se las ingenió para llegar a un neurólogo de apellido Medina que le cambió la vida: “Lo recuerdo chiquito, con anteojos grandes. Me ayudó mucho. Me presionó en el buen sentido para que no afloje. ‘Yo no soy Dios. Soy un simple neurólogo. Pero vos tenés que poner todo para que esto salga bien’, me decía”. Al menos intentarlo, cuenta, fue el triunfo más grande que experimentó. “Intentamos recuperar el tiempo perdido. Hacía ejercicios, pero quedaba agotado y pasó el tiempo y ya no podía correr. Si hasta me caía al intentar trotar. Lo que quería era jugar al fútbol”.
En esos tiempos se incendió su casa. Sin hogar, volvieron a Frías. Vida nueva a 160 kms. A sus 15 o 16 años, recuerda, ya no podía caminar. Por desconocimiento, no tramitó un certificado por su discapacidad. Los vecinos le ayudaron a armar una silla de ruedas. “Una artesanal”, rememora y se ríe. Guarda recuerdos hermosos de esos tiempos en que salía a pasear con sus amigos. Una de sus diversiones era atar la silla a una bicicleta y que lo llevaran a toda velocidad por las calles y hasta por la ruta. A esa silla le ponían hasta ruedas de motos. Esos mismos amigos lo empezaron a llevar a ver fútbol. Ya le apodaban Gillo (“nunca sabré por qué”) o, simplemente, Nico.
Iba a ver al Club Atlético Dos Leones. Alguien le dijo que quedaba vacante el puesto de director técnico de los más chiquitos y le ofrecieron que se hiciera cargo. Apasionado hincha de Boca, le ganó a su miedo y agarró viaje. Los pibes andaban bien y entonces le redoblaron la apuesta: comenzó a dirigir juveniles. Jugaban donde podían. Hasta en el ripio. Son sus cuentos de los años felices.
Pero la enfermedad no paró de avanzar. Se le fueron las ganas de salir y dejó de tunear la silla para divertirse.
Lo mejor que le dejó el fútbol fue Sandra, una enfermera a la que conoció en la cancha. Tenía dos nenas y un nene. Se fueron a vivir todos juntos. “Dios sabe porqué hace las cosas”, reflexiona Nico. Y recuerda que lo cargaban: “Me decían que quería engancharme con Sandra porque era enfermera”. Hoy, dice, se siente padre de esos chicos (de 24, 27 y 31 años) y abuelo de los hijos de esos chicos. “Para mí, son nietos. Tengo ocho nietos”.
Vieja y demasiado usada, esa silla apenas se soportaba. Dura, le producía dolores en la espalda. Pero a la vez pasaba más tiempo en la cama. Costaba levantarlo con un elevador artesanal inventado por un amigo, Alberto. Hay otros amigos que ayudaron: Diego, Eleonora, Lucas, Nico, El tano, las doctoras Amparo y Andrade, Lelo. Pasó sus últimos meses sin salir de casa. Alguien le propuso iniciar trámites de discapacidad y ver qué se podía hacer desde PAMI. Cuando el Instituto tomó conocimiento de su caso, hace apenas unos meses, se iniciaron las gestiones. Así, PAMI dio el primer paso en su recuperación: le entregó un elevador hidráulico que facilitó la vida familiar.
Pero faltaba la silla. Si estaba de humor y si tenía acceso a internet, pasaba largo tiempo mirando sillas de ruedas. Las mejores eran caras, con motores, cómodas. Inaccesibles. Pensaron en armar colectas. Pero el 13 de agosto PAMI le llevó su nueva silla de ruedas y nada de eso hizo falta. “Agradezco que se haya acelerado todo de una manera que nunca soñé”, dice Nicolás ahora, mientras aprende cómo se usa la flamante silla.
Sus únicas movilidades son el cuello, la cabeza y la mano derecha, por lo que tiene que aprender a manejar “una especie de joystick” que funciona como controlador. En casi tres semanas aprendió bastante. Ya no le duele la espalda: “el asiento parece una butaca de fórmula uno”, compara. También le maravilla que funcione a motor.
“Cuando me llamaron de PAMI para decirme que habían comprado la silla yo saltaba de alegría”, exagera. Y después: “Hasta me preguntaban para qué lado quería los controles y otras cuestiones técnicas. Al ver la foto, no lo podía creer. Esa silla es mucho más de lo que esperaba”.
“Pude recuperar mi autonomía. Puedo ir del dormitorio a la cocina, o al patio, puedo salir a tomar sol, si quiero. Yo no me movía antes. El 90 por ciento de mi vida transcurría en el dormitorio y el otro 10 en el comedor, si es que podía levantarme”, dice ahora.
El primer domingo que tuvo su nueva silla se animó a salir a pasear. Se ríe al recordar las caras asombradas de los vecinos al verlo movilizarse en una silla tan tecnológica. Por esa silla, dice, también puede ir a ver a su mamá, que al verlo lloró pero de alegría. Él también lloró. Por su mamá, por sus años de frustraciones y encierros, por los equipos de fútbol que no pudo dirigir, por los días enteros en que se quedó encerrado.
“PAMI me escuchó y me dio una solución. Me cambió la vida”, resume su felicidad.