LO QUE EL COVID NOS PUEDE
DEJAR DE LECCIÓN

El lunes cumplirá 83 años. Hace tres meses tuvo coronavirus, se recuperó y ahora siente que su vida cambió para bien. Sobre sus rutinas en una residencia de PAMI, su hija Daniela y el amor por las galletitas Bagley (Terrabusi, nunca) habla en esta nota.

No tiene problema en cocinar, lavar o planchar. “No se me caen los anillos”, suelta el hombre que durante este invierno formó parte de un grupo de afiliadas y afiliados a PAMI que hizo barbijos para donar a instituciones. También le gusta cuidar las plantas: “Se me ocurrió hacer una huerta. Trajeron plantas y las estamos cuidando. Iniciativa mía”.

Al Covid no le tiene miedo sino respeto: “No queda más que cuidarse. Y me sé cuidar. Me higienizo a cada momento. Me gusta hacer cosas porque no puedo quedarme quieto. Y siempre me higienizo”.

Recuerda que lo que sabe hoy lo aprendió desde los 9 años, cuando se levantaba a la madrugada para trabajar en una fábrica de hielo. Después pudo ser futbolista. Jugó en las inferiores de Platense y recorrió muchísimas canchas. Pero el servicio militar lo obligó a abandonar. Aún guarda el carnet del club como “una reliquia”. Luego fue empleado del Correo y cerrajero, entre los múltiples empleos que tuvo.

De su juventud le queda el “riquísimo” olor de las galletitas Bagley recién horneadas que comía durante los descansos en su empleo en esa fábrica, sobre la avenida Montes de Oca, en Constitución. “A eso de las 7 de la mañana parábamos y agarrábamos las galletitas calentitas. No sabés lo ricas que eran”. Fue en Bagley donde a mediados de los 90 el destino lo puso contra las cuerdas. Un dolor de espaldas lo hizo ir al médico y en el camino, al pasar por una iglesia, se sintió desfallecer. Esa noche le pusieron un stent y quedó internado. Tuvo que dejar de fumar.

Hay veces en que se pone triste porque las charlas por cámara web con su hija no le alcanzan. Los dos encuentros lo fortalecieron, pero igual quiere volver a ver a esa joven que estudia idiomas japonés e inglés y que sueña con conocer Japón. “Si ella le gusta…”.

Cuando en agosto Luis Pérez se enteró de que tenía Covid-19 lloró por miedo a una sola cosa: no sobrevivir para ver a su hija, Daniela. Entendamos la situación: el lunes que viene (9 de noviembre) cumplirá 83 años. Desde el año pasado vive en la Residencia Independencia, de PAMI. Está recomponiendo enojos con su ex pareja, Lidia, la madre de su hija. En otros tiempos tuvo muchos empleos pero la vida está llena de vueltas y esas vueltas lo llevaron a hospedarse en el hogar. Al principio le costó pero ahora, cuenta, le va bien con sus compañeros y compañeras. Se adaptó a una nueva forma de vida. “Uno cambia todo el tiempo”, le dice a Comunidad PAMI. Por eso el miedo: justo cuando las cosas cambiaban para bien apareció el coronavirus. Pero así como llegó, se fue. El nuevo virus le cambió  la vida: “El Covid fue un antes y un después. Cuando me internaron estaba mal, pero regresé contento, mejor”, dice.

Romina Lorenzo, la directora de la residencia, fue quien lo convenció de que se interne en el Hospital Milstein. También quien lo acompañó cuando le dieron ganas de llorar. “Hoy soy muy sentimental”, dice de sí mismo. “Es que el grupo de profesionales que cuida a cada uno de los internos e internas apunta a la excelencia”, dice Romina. 

El trabajo en equipo es fundamental para que se generen historias como la de Pérez. “Sin ellos, nada de lo que hacemos sería posible”, agrega.

Su hija tiene 23 años y cuando piensa en ella Luis teme que se repita la historia que tuvo con su padre. No lo conoció y jamás quiso saber qué fue de su vida. “No, no, no”, responde para sacarse de encima esa sombra. Lo criaron, dice con orgullo, su mamá y su abuela. Pero hoy es distinto. El futuro cumpleañero ya pudo disfrutar de dos visitas cuidadas de su hija en lo que va de la cuarentena.

“Cuando me sacaron de acá, del hogar, mi dolor más grande, siendo un viejo, era no ver más a Daniela. Lloré como llora cualquier ser humano”, reconoce. Para sobrellevar el momento se aferró a Romina. Ella fue indispensable, además, para que aprenda a sociabilizar. Por Romina aprendió a pedir perdón, a no querer imponer sus ideas por sobre las del resto y a moldear el carácter. “Aprendí a convivir”, resume. “Esta es mi casa”.

El lunes, anticipa, no quiere torta ni 83 velitas. A lo sumo, el mate de cada mañana. Y si hay unas galletitas Bagley, mejor. “Terrabusi, nunca”.