Jorge Williams, el último sastre

Jorge Williams tiene 80 años y una forma multicolor de vestir. “No hay que perder la elegancia”, aclara desde su negocio en el barrio de Palermo.

Hay una leyenda -o un rumor, si no queremos ser ampulosos- según la cual Jorge Williams es el último sastre de raza que le queda a la Ciudad de Buenos Aires. Pero él la desmitifica: “Yo no soy sastre. Yo soy un creador”, le dice a Comunidad PAMI desde su negocio de Salguero al 2100, en Palermo. En la vidriera se lee, sin embargo: “Jorge Williams. Sastre modelista internacional”. A Williams poco y nada le importa que lo encasillen.

Tiene 80 años y una colección increíble de trajes multicolores. Todos hechos por él. No son menos de 200. Los guarda entre el local y las habitaciones del fondo, donde vive. Hay placares y estantes repletos de pantalones, sacos, capas, gorros y sombreros. También fotos y recortes de entrevistas que le hicieron en tantos años.

Algunos lo conocerán por esas publicaciones y otros porque lo vieron por las calles que camina todos los días con ropas que no pasan desapercibidas. Dibujos de trenes o barcos, un escudo de River, otro de Racing, los colores de Boca, parches, la bandera argentina, un traje sólo de etiquetas de marcas comerciales, otro verde claro y verde oscuro que, sospecha, resume al Covid: “Para mí el  virus es de color verde. No me preguntes por qué”. Tiene otro traje a bastones celestes y blancos que refiere a la Argentina. Otro marrón, celeste y gris. Así, cientos.

Cada vez que termina una frase, sonríe. “El buen humor es la base de todo”, opina cuando se le pregunta si hay un secreto, una práctica, algo que le permita estar tan bien física y mentalmente a su edad. Hay otras explicaciones. “Me levanto temprano, hago unos mates, como un huevo, bananas y nueces, pongo la radio, trabajo. Después viene mi socia (Sandra Paiz, quien se encarga de los trabajos femeninos). Y sigo trabajando. No hay mucho más”, describe.

Sabremos que sí, que hay mucho más. Hasta hace poco -meses- iba al Parque Las Heras y jugaba al fútbol. Pateaba la pelota contra una pared tantas veces hasta que se cansaba. El ejercicio le servía para fortalecer las piernas, para ejercitar el equilibrio y para mantenerse en estado. “Pero me caí, no sé qué movimiento hice y me caí. Creo que me apoyé mal sobre la pelota. Me golpeé la mandíbula. Por suerte no se me rompió. Apenas se me rompió un diente. Desde entonces no pateo más. Pero voy a volver”. Una foto de 2019 del diario Crónica da cuenta de que se ponía los cortos y hacía jueguitos. Tenía 77 años cuando le sacaron esa imagen.

 También sale a caminar: alterna unos pasos con una sola pierna y luego la otra. Así fortalece los músculos y los huesos. Sube y baja las escaleras del parque. Cada mañana, entre los mates, da unas 500 pedaleadas a una bicicleta fija: “Las cuento yo mismo”; y se cuelga de una barra para estirar los brazos y la columna. Y cada noche, antes de acostarse, se pone crema en las piernas, los pies y los brazos. “Si no me cuido ni me quiero yo, ¿quién?”.

Tiene una flexibilidad increíble. “Mirá, mirá lo que hago”, anuncia mientras pone las piernas bien derechas y estira sus brazos hasta apoyar las manos en el suelo. Y vuelve a reírse, como esperando aprobación.

A la vez que charla, vuelve a uno de sus arreglos. Es de un vecino. No deja de coser a mano. Anteojos, dedal y paciencia. “Y amor por lo que uno hace”, agrega. Nació en Trelew en 1942. “Todo campo”, recuerda. Cuatro hermanos. “Había que ayudar, y mucho, en casa. Yo ayudaba en todo. Ponía la mesa, lavaba los platos, cocinaba, salía a ordeñar las vacas. Y si había que coser botones a una ropa de mi mamá, los cosía. Así me destaqué por sobre mis hermanos”. A los 10 le encontró la vuelta al oficio de sastre, a los 18 tenía una clientela y buenos ingresos. A los 28, ya casado, lo estafaron y tuvo que empezar de nuevo.

Se reconstruyó, recorrió América Latina y tuvo una hija. Se quedó dos años en México. De allí se trajo clientes y ropas que aún guarda. Viajó por Europa. Se separó. En los 90 se instaló en Villa Urquiza, más tarde en Belgrano. Palermo, piensa, será el lugar definitivo.

Ahora sólo se dedica a arreglar la ropa de los clientes. Ya no hace trajes para terceros. Si hace alguno, es para él. No es millonario pero no le va mal: “Tengo lo justo para vivir más o menos bien. Compro mis verduras, como sano, nunca frito, algunas facturas… acá a la vuelta hay una panadería que vende unas facturas de manzana que son muy ricas. Como muy seguido de esas facturas y no me hace mal. Hay que comer lo necesario”. Alguna vez se da el gusto de ir a almorzar o cenar afuera. Le encantan los restaurantes. Todavía lo llaman para que haga de jurado en algún concurso de vestimentas: “Si me llevan y me traen, estoy. Me gusta hacer esas cosas”.

Dice que no cree en Dios de la manera tradicional. “Cada uno es su propio Dios. Es mi manera de creer en Dios. Uno es cuerpo, mente y energía. Somos un todo”. Tiene cuenta en Instagram, en Facebook y alguna vez hasta la CNN se interesó por su historia. Se recuperó de dos ACV. Las secuelas apenas se notan.

La mañana de la charla con Comunidad PAMI Williams tiene encendida una radio FM. Pasan música. Es una versión en vivo del clásico A mi manera. Williams hace un silencio que deja escuchar la voz de Raphael, que canta “No hay por qué hablar, ni que decir / ni recordar, ni hay que fingir / puedo llegar hasta el final, a mi manera / Si, a mi manera”.