opinión

Educación sexual para personas mayores

Por Ricardo Iacub
Subgerente de Desarrollo
y Cuidado Psicosocial de PAMI

Creer que la educación sexual existe solo porque se imparte de maneras explícitas en las escuelas es acotarla a una de sus posibilidades. A lo largo de mi largo recorrido profesional en gerontología uno de los temas que más he abordado es la sexualidad de las personas mayores.

Por esta razón pude escuchar muchos relatos que provenían tanto de investigaciones como de encuentros de trabajo, donde el punto en común fue lo que en términos generales la gente denomina “una educación represiva”. Esta se basa en mitos científicos y creencias dogmáticas, carentes de todo sustento probatorio, que tuvo como resultado producir temor y vergüenza hacia la sexualidad.

Esta forma de educar se promovía desde muy diversos espacios, de una manera casi omnipresente. La casa, la escuela, el médico o el rumor barrial, solo que con estrategias muy distintas a las actuales.

Los ocultamientos primaban por encima de lo que se decía, dejando lugar a la suspicacia, al doble sentido o a la hipocresía. Así como generando sentimientos muy negativos hacia el sexo que conmovían los temores y culpas más profundos.

Una señora me decía: “cómo querés que no le tenga miedo a la sexualidad, si yo iba a un colegio de monjas donde, cuando cerrabas la puerta del baño, había un cartel que decía: ¡Cuidado, Dios te está mirando!”. Referencia que he vuelto a escuchar, no solo en nuestro país, sino en España y México.

Los relatos de investigación integran factores comunes donde la aparición del deseo, o de cualquiera de sus manifestaciones o sus formas alusivas eran vividos con preocupación ante algo que parecía incontrolable, amenazante o incluso traumático.

En un ámbito familiar donde de eso no se hablaba o -si se lo hacía- era de manera  limitada  y poco apropiada se dejaba solo, muy solo y descuidado al niño o a la niña.

Los recuerdos que provocan mayor tensión se refieren a los eventos asociados con el desarrollo y el aprendizaje sexual. En las mujeres la menarca aparece como uno de esos momentos claves de la incomprensión, ya que se lo interpretaba como un pasaje de niña a mujer, que abría las puertas a la duda, a la desconfianza o al sentirse impuras.

Luego, el encuentro sexual estaba rodeado de fantasmas que acechaban el camino: el engaño masculino, el “solo te quieren para eso y después te dejan”, o el escarnio de quedar embarazadas, que llevó a muchas de ellas a abandonar la casa paterna y alejarse para evitar ese infierno. Sin contar toda una serie de cuidados que llevaban a no mostrar el deseo hacia un hombre, incluso al propio marido, o limitar las prácticas eróticas a las que se consideraban decorosas.

En los varones, descubrir y practicar la masturbación implicaba enfrentarse nuevamente a esa mezcla de peligro físico y daño moral. Desde los supuestos donde se planteaba que si se masturbaba el niño no se desarrollaría, perdería una cantidad de semen no renovable y toda una serie de amenazas que generaban una vivencia de peligro poco precisable.

También el encuentro sexual revestía una carga enorme por el temor a la “impotencia” que no solo indicaba un trastorno eréctil momentáneo sino poner en duda la masculinidad en cada acto.

Y en ambos, mujeres y varones, la aprensión y también el pavor al que se enfrentaban en las búsquedas y encuentros relativos a la orientación o la identidad sexual, que marcaron no solo a las personas homosexuales o transgénero sino a quienes no podían incluirse en los rígidos modelos ideales, tan difícilmente alcanzables.

En los encuentros sobre sexualidad con personas mayores suelen ser las mujeres quienes más valoran el conocimiento aportado y una de las referencias más habituales es: “Nunca me hablaron seriamente sobre este tema”.

Por lo contrario, aparece que esa educación sexual las marcó con dolor y vergüenza y dejó heridas permanentes que llevan a temerle a los cambios actuales así como a admirar a las nuevas generaciones por la libertad que han conseguido.

Bauman sostenía el término “erótica” para indicar los modos en que la cultura trata ese impulso sexual. Por ello resulta necesario manejarnos con claridad sobre los conceptos y deshacer la bruma de los miedos, para desde allí contrastar los resultados a partir de datos empíricos y no de meras presunciones.

La sexualidad, como cualquier otro tema humano, requiere de una educación clara y abierta que facilite a la persona lidiar con lo que le toca vivir.

Por todo esto, en tiempos donde volvemos a cuestionar lo que podría ser una incitación a un deseo precoz, debemos considerar que la educación sexual que recibieron las personas mayores tuvo consecuencias negativas que llevaron a temerle y avergonzarse de su posibilidad de goce. Confrontemos el oscurantismo de esa forma de educación con otra, que -más allá de ser perfectible-, se inscribe en una claridad de ideas que no debería inquietarnos.