La mirada docente
Patricia Varela fue maestra de chicos y chicas con capacidades diferentes durante 25 años. Ya jubilada, se emociona al recordar la profesión en charla con COMUNIDAD PAMI.
¿Vieron cuando una persona se emociona y de esa emoción le surgen lágrimas, o se le quiebra la voz? Cuando pasa eso uno puede entrever que esa persona -la que lagrimea, la que se le quiebra la voz- deja todo en lo que cuenta. Es el caso de la docente Patricia Varela. 52 años de edad. 25 de ellos como docente de chicos y chicas con capacidades diferentes en escuelas públicas de Merlo y Morón, al oeste del conurbano bonaerense. Se jubiló en febrero de 2020.
Recorrió un largo camino de educación y de cambios. De una sociedad que no abría las puertas a esos chicos a los que murmuraba como discapacitados, vio cómo con los años se abrieron puertas y se los incluía como chicos con dificultades intelectuales. Aún falta. Pero al menos se les dan oportunidades y amor. Eso es lo que entrega Patricia y tantas otras maestras que trabajan más allá de las obligaciones y del salario.
Patricia cuenta que supo que su futuro docente iba por ese lado cuando atravesaba la adolescencia. Le gustaba compartir con chicos, aprender con ellos y jugarles. Después llegó el profesorado, la especialización, los talleres y un paso más estaba dentro del aula. El desafío entonces era cómo encarar la educación con esos chicos. “Fui buscando distintas formas de acercarme a ellos. A través del juego, por ejemplo. Así empieza el aprendizaje”, le cuenta a Comunidad PAMI a través de un largo intercambio de preguntas y respuestas por WhatsApp.
En esos mensajes recuerda su interés por los alumnos del segundo ciclo. Preadolescentes y adolescentes. Ella, los integrantes del gabinete y los directivos de escuelas se reunían a pensar en nuevas formas de encarar la educación. “El objetivo era que tuviesen el mejor tratamiento y pudieran lograr su máximo potencial”, aclara.
A mediados de los 90, dice, empezaron a notarse las transformaciones educativas. El tiempo trajo nuevas tecnologías y esos chicos pudieron ser incluídos en colegios tradicionales. El avance era lento pero notable. “Lo que ví desde que empecé a ejercer hasta hoy es que la sociedad está más abierta para incluir a los alumnos en diferentes áreas deportivas o intelectuales. Incluso hay campeonatos en los que ellos participan y expresan sus potencialidades”, se alegra.
“La empatía -explica- es una herramienta para que puedan adquirir el conocimiento. Cada alumno a su tiempo, en su espacio, porque cada uno necesita su lugar. Para lograrlo, la predisposición de ambas partes es fundamental”. Otra punta necesaria es el vínculo familiar: “Hablamos de grupos reducidos, que además implican una relación con sus allegados. Por eso el afecto es tan importante”.
En medio de eso hay que lidiar con los muchas veces escasos recursos económicos, tan comunes de la educación argentina. “No todas las familias de los chicos están en condiciones de acceder a la tecnología. Entonces, si no es a través de la escuela, no llegan a ellos”. Los nuevos programas permiten interactuar a pesar de problemas visuales o auditivos, entre otras ventajas. En este sentido, a las nuevas generaciones les resulta más sencilla la utilización de nuevos dispositivos. “Saben buscar información y tienen muy buenos programas educativos a los que recurrir”, dice Patricia. Así, el alumno y el docente pueden apoyarse mutuamente.
LA DOCENCIA COMO VOCACIÓN
Acá viene la parte en la que Patricia se quiebra. La docencia le quedó marcada a fuego. “Se ejerce como docente por vocación. El acto de enseñar se construye día a día, hasta el último día”, se emociona. Entonces cuenta que a poco de jubilarse no puede evitar mirar las escuelas en las que trabajó cada vez que pasa cerca. Ahí se pregunta qué será de tal o cual compañera, de tal cual alumno o alumna.
“Siempre trabajé con entusiasmo, creando proyectos, asociando las distintas materias, buscando que los chicos participen en ferias. Esto se hace por vocación. Porque no es sólo el aula. También es el antes y el después. Lo enriquecedor es ver a los chicos trabajar, aprender”, dice. Y agrega: “La tarea del docente es aportar un granito de arena para un mejor futuro del alumno. A veces los frutos no los vemos porque ellos se van y es posible que no volvamos a verlos”. Pero el milagro, su milagro, a veces ocurre cuando se cruza con algún ex alumno en las calles del barrio: “Es hermoso reencontrarse con hombres y mujeres que pudieron formarse, realizarse como personas, incluirse en la sociedad, tener un trabajo. Pero que además de todo eso son gente de bien”.
Vuelve a temblarle la voz cuando resume como “nostalgia” eso que le pasa cuando hay, por ejemplo, fecha de acto escolar y ella no tiene que preparar nada. Es nostalgia recordar los discursos y el contacto diario con colegas, unas cuantas de ellas convertidas en amigas. Es nostalgia caminar por la vereda de las escuelas en las que ejerció. “Una lágrima de nostalgia siempre aparece”, define.
Todo eso a raíz de un día en que se dijo “hasta acá llegué”. Primero fue masticar la idea, después digerirla y por último tomar la decisión de jubilarse: “Sentía que tenía que darle lugar a nuevas generaciones de docentes. Ellos traen nuevas ideas, son los que llevan adelante las renovaciones tan necesarias para la educación. Con su nueva mirada ya no se basan tanto en el enciclopedismo sino que juntan el conocimiento y el trabajo”.
Una vez hechos los trámites, se dijo a sí misma: “Voy a pensar en mí, en hacer cosas pendientes”. Y se anotó para hacer cursos de vitrofusión o aromaterapia, por ejemplo. Y se dedicó más a su familia. Y dejó de correr de una escuela a otra. Y bajó la marcha en el ritmo de sus días.
Lo que no quiso dejar, lo que nunca dejará, es el sentimiento por la docencia. Porque ahí, en la enseñanza, está la clave. Su clave. “Siempre que pienso en cuando era maestra me emociono. Siempre, eh. No tengas dudas de que si volviera a nacer, elegiría de nuevo esta profesión”, dice en su último mensaje.